20.11.04

Para lo bueno y para lo... ¿malo?


CLÍNICA
DE FERTILIDAD BOURN HALL, FINDLAY KEMBER / AP
Embrión en las primeras fases de desarrollo.

Para lo bueno y para lo... ¿malo?

EVA TARRAGONA - 17/11/2004 - 10.30 horas
BARCELONA

Durante unos pocos días después de la fecundación, el embrión es sólo un grupo de células, todas idénticas, con un afán irreprimible por dividirse y llegar a ser una tozuda célula cardiaca, una audaz neurona, una sufrida célula de músculo, o cualquiera de las miles de células que forman un ser humano. Entre las primeras y estas últimas hay una enorme diferencia. Las células embrionarias tienen un futuro prometedor por delante, lleno de oportunidades disponibles para escoger. Las segundas –a no ser que la mano de un científico se ponga de por medio– están determinadas a morir por lo que han nacido; nunca un hepatocito del hígado, que sueñe con quitarse de encima tanto alcohol y tantas toxinas y convertirse en un glotón adipocito podrá ver cumplido su sueño.

Hay unos pocos grupos de células en el organismo que se encuentran en una situación intermedia. Pueden escoger qué célula ser, dentro de su misma familia. Una plaqueta, un eritrocito, un leucocito..., todas ellas proceden de células no diferenciadas de la médula ósea. También las células del cordón umbilical de un recién nacido tienen esa misma capacidad.

En todas estas células los científicos vieron, ya hace años, un filón prometedor. Muchas enfermedades degenerativas o producidas por daños celulares tendrían una posible salida: reemplazar las células dañadas por células sanas obtenidas a partir de células madre, capaces de convertirse en cualquier tipo de tejido. Y aún más, si mediante clonación terapéutica se producen embriones –transfiriendo el material genético de una célula del paciente a un óvulo sin núcleo– se tendría una fuente ilimitada de células para trasplantar que no provocasen las temidas reacciones del rechazo inmunológico. La puerta a esta nueva esperanza médica se abrió en 1998, cuando dos equipos de investigación lograron cultivar células madre en el laboratorio. “Science” no dudó en calificarlo como el avance científico del año. En ese momento, Floyd E. Bloom, director de la revista dijo: “aunque queda mucho por hacer para convertir los resultados de hoy en los tratamientos de mañana, la probabilidad de éxito parece alta”.

Han pasado casi seis años desde esas declaraciones y en todo este tiempo las células madre han dado mucho de qué hablar. Quizás, ninguna investigación científica ha originado tantas discusiones. El quid de la cuestión está en esas células milagrosas que proceden de un embrión. A pesar de que células madre no embrionarias e incluso células ya diferenciadas han mostrado capacidad para convertirse en nuevos tipos celulares, las células embrionarias tienen ventajas indiscutibles, aunque sólo sea una cuestión temporal –no hacen falta nuevas investigaciones para desarrollar su capacidad. Es por este motivo que científicos de todo el mundo han puesto todo su empeño para que las legislaciones de sus respectivos países aclaren un poco la situación legal de los embriones sobrantes de tratamientos de reproducción, las posibilidades para producir embriones para destinarlos a investigación o la legalidad de la clonación terapéutica.

Los últimos acontecimientos en España han demostrado que el tema es de por sí controvertido. Mientras la legislación avanza por un camino, impulsada por las demandas de los científicos y de infatigables afectados por enfermedades degenerativas, varios grupos de presión apuestan por el camino contrario. Legalizar la investigación con embriones no es una cuestión trivial. Se trata, según algunos, de permitir atentar contra la dignidad humana, manipulando y destruyendo lo que ya es un ser vivo.

Si olvidamos las abstracciones, no importa con los ojos que lo miremos, ante nosotros tendremos un embrión de unos 5 o 7 días, en el que no podremos ver más que un grupo de células apiñadas con capacidad, siempre que se encuentre con las condiciones adecuadas, eso es, un útero que le proporcione alimento, de convertirse en un ser humano. Este embrión puede estar ahora congelado a 196 grados bajo cero y haber superado el tiempo establecido como para ser considerado viable para implantarse. Nadie puede garantizar que ese embrión, precisamente, sirva para alcanzar una meta médica, ni siquiera que con dos o tres o cuatro embriones se consiga; pero la esperanza para miles de enfermos está ahí. Qué debería hacerse con estos embriones, apartados de cualquier programa de reproducción, ¿mantenerlos congelados para siempre? ¿Enterrarlos? En definitiva, mantenerlos sin vida o destruirlos. ¿No es más digno utilizarlos para, ni que sólo sea, intentar mejorar la vida de muchos ciudadanos?

Tampoco la creación de embriones puede considerarse reprobable, no sólo porque un embrión no es una persona, algo que algunos se negarán a aceptar, si no también porque, en el caso que exista una mujer para gestarlo, no sería incompatible su supervivencia con la obtención de líneas de células madre utilizando una “simple” biopsia embrionaria. Algo que haría posible que un individuo nacido en un programa de reproducción asistida contara con su propia línea de células madre, a disponer si en algún momento llega a necesitarlas.

Sí es cierto que en el embrión hay quizás un punto de inicio, pero también podríamos encontrarlo en un espermatozoide o en un óvulo, o más tarde, en el feto. Discutir en qué momento empieza una vida es más bien una cuestión dogmática, que atiende a circunstancias e interpretaciones mutables en el tiempo. En sus inicios, por ejemplo, la Iglesia católica no condenaba el aborto ni se consideraba al embrión una entidad con vida propia. Llegar al consenso es probablemente imposible, pero al menos deberíamos ser capaces de discernir si la investigación con embriones compensa las esperanzas de miles de enfermos.


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